jueves, 23 de abril de 2009

Qué micción!!

Mi nombre es Aarón y no me apena reconocer que soy homosexual. Desde que estaba en la preparatoria me di cuenta de que me gustan los hombres, y aunque intenté tener relaciones sexuales con mujeres para no defraudar a mis padres, me di cuenta de que lo mío lo mío es el pene y no la panocha.
Afortunadamente en ese época en la escuela conocí a Lando, quien se dio cuenta de la razón de mi aislamiento y poco a poco se fue acercando a mí; ya no estábamos solas, ya éramos dos hombres con preferencias masculinas, dos hombres a los que les gusta la reata.
Fue en mi primer encuentro sexual cuando me di cuenta de mi problema, en el preámbulo al sexo nunca tuve dificultades, eso de cachondear es la botana más rica antes del plato fuerte, que es la penetración.
Cuando ambos estábamos desnudos y con la pinga dura, acariciándonos los más íntimos detalles, todo fue muy satisfactorio, sólo bastó que me volteara para empinarme... cuando de pronto sentí las más urgentes ganas de mear. Sin control y a pesar de mi erección, sentí la más imperiosa necesidad de sacar mi orina fuera de mi cuerpo.
Salí de un brinco de la cama y me dirigí al baño, la erección empezó a perder firmeza y comencé a orinar. Mi compañero de sexo se empezó a masturbar para no perder la dureza de su miembro mientras yo orinaba. Regresé a la cama y sin problemas conseguí excitarme otra vez, aunque en el mismo momento en que él se puso detrás de mí para ensartarme me volvieron a dar ganas de orinar, el deseo de mear se apoderó de nuevo de mi vejiga...
Sólo me resta decir que esa noche tuve un tercer intento fallido para que me desfloraran el ano, en cuanto sentía esa pinga recargada en mi orificio rectal se apoderaban de mí las ganas de miccionar, de sacar la poca agüita amarilla que permanecía en mis entrañas.
Tuve otros encuentros sexuales fallidos, la situación miona se repetía sin falta, siempre después de la erección y antes de la penetración me daban ganas de orinar. Tuve muchos dudas sobre mi sexualidad, incluso llegué a pensar que me orinaba de miedo antes de que me penetraran porque en realidad mi camino no era disfrutar de los falos de carne y hueso, sino que era darle placer a alguna vagina hinchada y húmeda.
Mi vida sexual continuó por un tiempo siendo un completo caos hasta que conocí a Salvador, él me escuchó con atención y con amor decidió ayudarme en mi húmedo problemita. En nuestro primer encuentro no intentó penetrarme inmediatamente después de las caricias y mamadas, se colocó a mis espaldas y susurrándome algo cachondo al oído me metió un dedo en el ano mientras yo me retorcía de placer. Ese día no me metió su miembro y yo pude aguantar las ganas de tirar mi agüita amarilla.
La siguiente vez que nos encontramos en la intimidad me volvió a meter un dedo, yo le pedía más y fue cuando sacó de entre su mochila un dildo, lo escupió y luego me lo introdujo en el recto, yo me retorcía de placer por la sensación, me embestía con él, me lo dejaba ir hasta lo más profundo de mis intestinos.
Seguí disfrutando por un rato más del vaivén del artefacto, lo sacaba y lo volvía a lubricar para meterlo, todo fue placer hasta que me di cuenta de que el dildo estaba en el piso y que lo que verdaderamente me estaba penetrando era su imponente miembro viril, fue entonces que se apoderó de mí la imperiosa necesidad de mear nuevamente.
Tuve que ir con él enganchado hasta el baño, mientras me penetraba yo me agachaba para orinar; fue un espectáculo muy raro, pues mientras él gritaba de placer porque eyaculaba en mi ano, yo gritaba del placer por la penetración y el dolor de estar orinando con el pene en erección.

No mames, no mames…

Aunque apenas tengo veintitrés años de edad, considero que no tengo tan poca experiencia en el sexo. Inicié mi vida sexual recién cumplidos quince años. La fiesta que dieron mis padres fue el marco para estrenarme en estos placeres con el amigo de mi primo Efraín, quien por cierto era dos años mayor que yo.
Después del vino blanco que bebí en mi brindis, me entró la cosquillita y en el estacionamiento me di tremendos besos con él, pues me siguió hasta lo oscuro, donde estaba estacionado el carro de mi papá. Me metió la mano debajo de mi pesado vestido rosa. Su mano temblorosa y hasta sudorosa recorrió mis piernas hasta mis nalgas, me sentía muy agitada, pero aún así puse un alto, pues mis padres podrían sorprendernos en cualquier momento.
Al pasar los años tuve más experiencias que incrementaron mi potencia sexual. Fue a los dieciocho cuando permití que el novio en turno me metiera el dedo en la vagina. En cuanto me penetró su afilado índice sentí cómo mi voluntad se fue haciendo pequeña, que mi respiración se entrecortaba y que no había esfuerzo suficiente para controlar el temblor de mis piernas.
Los hombres que pasaban entre mis piernas fueron algunos, aunque no bastantes; todos se enfocaron en la penetración, en meterme los dedos y hasta su pene. Todos me la metieron y me la sacaron tantas veces como les fue necesario para eyacular, pero ninguno se preocupó por mi placer.
A mí me gustaba que me la metieran, me humedecía y era fácil que el pene resbalara hasta el tope de mis entrañas. Sí gemía de placer por pocos instantes, pero no era suficiente como para hacerme gritar sin tregua. Mas todo esto se acabó cuando conocí a Sofía.
Fue mi compañera de universidad la que me abrió, sí, literalmente, no sólo los ojos, sino las piernas para chuparme hasta que me retorcí de placer. Nunca había sentido placer igual, nunca me había pasado esa cosita extraña que aún recuerdo de esa tarde de estudio en su departamento.
Mi placer fue insoportable, me retorcía en el sillón mientras ella, arrodillada ante mí, me lamía, succionaba y hasta mordía mi clítoris. Yo gemía fuerte y gritaba: "¡No mames!". No podía resistir aquel placer extremo y fue entonces cuando me solté a reír sin control.
Mi risa nerviosa extrañó a Sofía, tanto que se apartó de mí y me miró fascinada. No tomó a mal mi risa loca, me cerró las piernas y sólo me besó los pezones mientras me veía con cara de asombro. Yo no podía dejar de reír. Mi risa nerviosa y hasta escandalosa me vino después del orgasmo explosivo que tuve con su lengua.
Desde ese instante me procuré mi placer, siempre le pedí a mis parejas sexuales, ya fueran hombres o mujeres, que estimularan mi clítoris para lograr mi orgasmo. Y cada vez, después de experimentar esos segundos inigualables de explosión, me sobrevenía la risa, una risa nerviosa e incontrolable que hace temblar mi estómago y senos, una carcajada que retumba en algunas habitaciones con eco.
Algunas de mis parejas no entendían mi reacción alegre en el coito y otras, ofendidas, prefirieron dejarme sola tendida en la cama, no comprendieron que mi felicidad, lo que me provoca la risa franca, clara, escandalosa, nerviosa y sin límites, es tener un orgasmo.