martes, 31 de marzo de 2009

De limón la nieve!

Tengo treinta y dos años y trabajo de secretaria en una empresa del centro de la ciudad de México. Todas las tardes después de comer tengo tiempo para sentarme un momento en las banquitas de la Alameda Central a disfrutar de algún postre o un dulce.
Tengo tiempo disfrutando mi hora de comida y por suerte el destino siempre me reserva la misma banca para sentarme en mi lugar preferido.
Una tarde se sentía un calor abrasador; el ruido de la caída del agua de la fuente reconfortaba mi pensamiento y me refrescaba. Me senté a disfrutar de una nieve de limón y sólo podía pensar en lo refrescada que se sentiría mi garganta al sentir pasar dentro de ella esa fría sustancia azucarada de color verde.
Tomé la cucharita de madera entre mis dedos y justo cuando mi lengua salió un poco por mi boca me percaté de su presencia. Se seguía escuchando el agua de la fuente, y ese ruido del agua que escurría se hizo de pronto el único sonido que mis oídos podían escuchar.
Me quedé quietecita, no podía moverme y fue cuando empecé a sentir que me humedecía. Frente a mí, en la fuente, entre el agua no cristalina, estaba ese hombre semidesnudo con mugre por todas partes. Sus manos empezaron a tallar su cuerpo, podía ver cómo sus uñas negras recorrían su piel oscurecida por la suciedad. Me quedé mirando con la respiración exaltada por tal escena.
No pude apartar mi vista; el agua recorría y limpiaba toda su anatomía, el líquido resbalaba por toda su piel como si tuviera una ruta definida. El vagabundo de barbas pegadas siguió bañándose en la fuente, el agua seguía recorriendo y limpiando su cuerpo huesudo; mientras, yo estaba muy excitada y mojada sin haber puesto un pie dentro de aquella bañera improvisada.
El indigente se bañaba despreocupado ante las miradas curiosas de los transeúntes, aunque a prisa para evitar ser sacado a fuerza por la policía. Yo seguía ahí, sin refrescarme con mi nieve que ya se había convertido en agua de limón, seguía ahí sin dejar que el frío líquido recorriera mi lengua, garganta, pecho, mi estómago, intestinos y hasta mi ano, tal vez así podría haber apagado un poco la calentura que me quemaba las entrañas.
Ese hombre que vivía en la calle estaba disfrutando de su baño, su mueca de satisfacción delataba que gozaba la humedad del agua en su piel. Se talló la cabeza, la cara, el cuello, los hombros, las axilas, el vello, los brazos, el pecho, las costillas huesudas y se detuvo justo antes de estrujarse el miembro, antes de meter la mano a su calzón mojado que dejaba ver su pene.
Yo estaba a punto de gemir, mis pezones estaban erectos y comencé a inquietarme. Deseaba bañarlo, anhelaba purificar ese cuerpo, quería que el agua se metiera hasta en su más íntimo recoveco, ansiaba que él estuviera tan mojado como lo estaba mi sexo y crucé la pierna.
Él se talló el pene, manipuló su miembro dentro del calzón con mucha destreza, y ese pedazo de carne se movía de un lado para otro a voluntad de su amo. El agua seguía inquieta, tanto que permitió que se marcara sobre el calzón el vello púbico que guarecía su miembro viril.
El vagabundo terminó de bañarse, salió de la fuente, se puso el pantalón con los calzones mojados y se alejó caminando con cara de felicidad. Yo seguía mojada, estaba inundada, bañada en lubricante vaginal.
Mi excitación fue tal que me tomé la nieve derretida de golpe, y me levanté asustada de que se me notara la humedad. Llegué a los baños de las oficinas y me masturbé frenéticamente sentada en el escusado. Me apena decir que hasta metí la mano en el retrete para igualar el agua de la fuente y mojé mi clítoris.

Sueldo base más prestaciones…

Soy un hombre casado hace ya casi quince años y para no perder la pasión en la cama he acordado con mi esposa, que se llama Leticia, inventarnos historias y fantasías para imprimirle nuevas sensaciones a nuestros encuentros sexuales.
La rutina en la vida de pareja extermina algunas veces la pasión y la excitación. Como de costumbre, el domingo pasado nos dirigimos al mercadito sobre ruedas que se pone a siete calles de la casa a hacer las compras para la semana. Cuando estábamos de regreso a casa me cambié la pesada bolsa de mandado de mano, estiré el cuello para relajarme, y fue entonces que mi mirada se postró en el letrero del hotel de paso que decía: "Se solicita recamarera. Sueldo base más prestaciones".
Mi imaginación se echó a volar; volteé y le sonreí maliciosamente a Leticia, y ella me miró confundida. Descansé mis bolsas en el piso, saqué mi celular y apunté el número telefónico para pedir informes.
Mi mujer se quedó sorprendida, no comprendía por qué de pronto yo estaba tan entusiasmado apuntando aquel número. Llegamos a casa y antes de guardar la despensa en el refrigerador le conté mi cachondo plan.
Mi propuesta la sedujo y entonces decidió llamar para pedir el empleo. El encargado del hotel le hizo una serie de preguntas y le pidió algunos papeles para contratarla. Ella al cabo de unos días ya tenía puesto el uniforme de recamarera y estaba afanando entre los pasillos y recámaras de dicho edificio para el sexo.
Me excitaba verla en uniforme, todas las tardes ella se lo dejaba para que yo llegando a casa la poseyera. Me volvía loco quitarle las medias y los zapatitos blancos, se me ponía bien dura y yo se la metía hasta el fondo. Así pronto vinieron nuevas fantasías a nuestra cabeza.
Leticia me contaba de las parejas que entraban a disfrutar en el hotel, me platicaba que era muy excitante ponerse fuera de la puerta para escuchar los gemidos de placer de algunos de los huéspedes. Eso me prendía y lo hacíamos imaginando que éramos nosotros quienes disfrutaban de esa cama.
Nuestra vida sexual se revitalizó. No obstante, no pasó mucho tiempo sin que tuviéramos una nueva fantasía en mente y fue cuando acordamos nuestro gran encuentro para disfrutar de una de las prestaciones laborales de mi mujer. Como parte de sus prestaciones mi esposa tiene derecho a una noche de hospedaje en su lugar de trabajo sin costo, y con ese beneficio nació nuestra fantasía sexual. Acordamos que me hospedaría y que la esperaría en la cama para darle rienda a nuestra lujuria.
Llegué a la hora pactada, me desnudé y me metí en la cama. Tocaron la puerta, y con voz temblorosa por la emoción invité a pasar a mi cuarto. Se me paró el miembro cuando la vi entrar envuelta en piel y llevando tacones altos. Me sonrió, me preguntó si era Ignacio y si tenía el dinero que había acordado.
Le dije que estaba en el buró de su lado de la cama. Ella lo tomó, lo guardó y se desnudó. Se acercó a mí y empezó a besarme el cuello. Yo estaba muy excitado cuando de pronto se escuchó el ruido de la puerta. Era Leticia que abría con su llave maestra; estaba atónita, se mordió los labios y cerró la puerta.
Tuvimos explosivos orgasmos. Venus, la prostituta que contratamos para realizar nuestra fantasía sexual de un trío, resultó ser una inyección de vitalidad para nuestra vida sexual de pareja.

Cual fruta en un tianguis…

Me encanta acudir a los tianguis, recorrer pasillos repletos de frutas, verduras y chácharas es una de mis grandes aficiones. Vivo en una colonia donde hay tianguis en diferentes días de la semana. Los lunes puedo comer birria con don Lencho; el martes, tacos de cecina con doña Lourdes; los miércoles los de guisado son mi predilección; los jueves le entro a unos tacotes de bistec con papas y nopales, y los viernes, para no abusar de la grasa, visito a Angélica, quien atiende un puesto de ensaladas.
Un día por exceso de trabajo no pude asistir al amado tianguis a comer. Me sentí frustrado, pues tuve que ordenar una torta para calmar mi hambre. La idea de perderme el olor de las frutas me frustró, me traumatizó no poder degustar las pruebas que ofrecen los vendedores. Así que llegué a mi casa enojado y no hubo alimento que me consolara. Me metí en la cama para dormir. Tardé en conciliar el sueño, pero fue entonces cuando sucedió.
Tuve un sueño extraño que desde esa fecha se repite todas las noches. En mi cabeza se reproducen imágenes de un mercado sobre ruedas nuevo, brillante y con pasillos bien delineados. Hay docenas de puestos, y en cada uno de ellos, mercancía muy especial. Mi asombro es ver que los puestos del tianguis no venden fruta, comida, postres y chacharitas, sino mujeres. Sí, mujeres de todas las características físicas.
Uno vende morenas voluptuosas. Más adelante hay castañas. Sigo recorriendo el tianguis de mi sueños y entre puestos encuentro uno que tiene precios de rebaja y ofrece dos chaparritas cuerpo de uva a precio de ganga. Mi asombro no tiene limite; camino entre los comerciantes y me doy cuenta de que hay de todo tipo de mujeres a la venta: altas, flacas, gordas, caderonas, chichonas, planas, ojerosas, vientrudas, chimuelas, curvilíneas, amarillas, negras, blancas, morenas, patonas, tamaludas, lonjudas, torneadas, peludas, trompudas, grandotas, bonitas, feas, ricas, nalgonas, bigotonas, chaparras, narizonas, chinas, lacias, frondosas, limpias, sucias, menuditas, atascadas, orejonas, cabezonas, huesudas, carnudas...
Yo quedo anonadado, no quiero despertar. Mi asombro crece cuando mi sueño se agranda, sí, todavía hay más. Me toco el pantalón y, cuál es mi sorpresa, tengo en la bolsa una cartera repleta de dinero para comprarme a las mujeres que deseo.
Mientras más me interno en el interminable tianguis, los comerciantes, con el afán de tener ganancias, me ofrecen tentar la mercancía para comprobar que está bien madurita, me invitan a tocar para examinar que su producto no está magullado ni podrido, pues en ese puesto sólo se vende producto de exportación.
Y de pronto todo se pone aún mejor. Uno de los vendedores insiste mucho en que pruebe sus mujeres tetonas, está tan decidido a que yo le compre una o dos, que incluso ofrece darme la prueba: "Ándele, joven, anímese, vea qué carnuditos tiene los senos, pruébele, ándele, sin compromiso".
Yo no quiero despertar, estoy en el paraíso de los tianguis y sólo yo puedo pedir la prueba de los productos que ahí se venden. Estoy muy excitado cuando de pronto despierto abruptamente a causa de una eyaculación. Me vengo, me mojo los pantalones de la pijama con una buena cantidad de semen que sale de mi pene.
Desde entonces, entre semana visito los tianguis esperando que mi sueño se haga realidad y cada noche se presenta ante mí ese recurrente sueño donde siempre aparecen nuevas mujeres como mercancía en un mercado ambulante supercaliente.
Desde aquel día nada ha sido igual en mi vida, ansío la noche para que venga el sueño, el cual siempre tiene nueva mercancía en su mercadito sensual, y siempre hay un orgasmo como recompensa. ¿Existirá ese tianguis de mujeres, podré averiguar dónde queda el caliente mercadito?

En las rocas…

Soy una mujer de veintinueve años que para calentarse primero tiene que enfriarse desde que descubrí que mis partes íntimas reaccionan de maravilla a bajas temperaturas.
Una noche, después de una megaborrachera, me fui a dormir con una cuba en la mano. Ya en la soledad de mi cuarto terminé mi bebida, y en el fondo del vaso quedaron dos hielos jugueteando.
Metí los dedos al vaso y la sensación fría hizo que se erectaran mis pezones, entonces pensé en desabrocharme la pijama para rozar con el vaso frío mis ya duros chupones.
La sensación fue increíble, pero no suficiente para calmar mis inquietudes. Tomé uno de los hielos entre mis dedos y recorrí mis pechos; mis quejidos salieron de mi garganta sin control. Sin notarlo, estaba muy mojada, y no sólo por el hilito de agua que escurría al derretirse los hielos, sino porque mi vagina estaba que chorreaba de la excitación.
El pedazo de agua congelada que pasé por mis senos ya se había extinguido. Mi mano quedó muy mojada y me chupé los dedos, los succioné hasta que me di cuenta de que mi otra mano estaba ya dentro de mis calzones estimulando mi clítoris.
Me metí el dedo a la vagina y húmedas paredes de piel aprisionaron mi dedo; luego me saqué el que ya succionaba furiosamente en mi boca y lo metí dentro de mi vagina, todo esto mientras me chupaba el otro dedo que hace poco instantes había ocupado ese húmedo lugar entre mis piernas.
Estaba muy caliente y excitada. De pronto se me vino a la cabeza la idea de utilizar el hielo restante para obtener mi orgasmo. Lo saqué con los dedos que había usado para masturbarme, lo apreté, y entonces empecé a pasearlo por mi clítoris. La sensación de frío me hizo estremecer y grité de gozo, era un placer insoportable.
Seguí frotando el pedacito de agua congelada en mi clítoris, continué así buen rato mientras los dedos de mi otra mano me penetraban. Seguí y seguí hasta que el agua del hielo se mezcló con mis fluidos, ambos hicieron una gran mancha sobre mis sábanas.
Mi clítoris se escondía entre sus pliegues para no recibir la oleada fría de golpe. Mientras recorría mis labios vaginales él salía como para rectificar que el extraño friolento ya se hubiera retirado, se asomaba erecto, parecía llamarlo y repelerlo con su extraña dureza. Pero me vine, tuve un orgasmo como nunca.
Desde entonces procuro masturbarme con hielo, les pido a los hombres que comparten mi cama que se pongan el hielo en sus bocas y me hagan sexo oral, que me chupen y laman con ese aliento frío. Mis pezones se ponen como piedra, duros y oscuros, cuando la boca llena de hielos de alguno de mis amantes los succiona.
No tengo ningún encuentro sexual en el cual no tenga como juguete sexual un balde de hielos. En el refrigerador de mi casa procuro que el agua congelada no falte. Ahora no sólo me conformo con usar los moldes para hacer cubitos de hielo, pues he empezado a congelar recipientes grandes con agua para que el placer sexual dure más tiempo y que mis fluidos y el agua derretida formen una caldo espeso para la lubricación mientras me penetran.

Prefiero una de plástico…

Mi calentura ha llevado mi relación amorosa de tres años a puntos destructivos. Mi mujer ya no quiere siquiera escucharme y me cuelga el teléfono. Me duele su desprecio, pues creo que no entiende mis necesidades sexuales. Todo empezó cuando nos preguntamos qué haríamos para nuestro tercer aniversario de novios. Miranda estaba dispuesta a complacerme en todo, y cuando la dejé en su trabajo en secreto me dijo que me daría una noche maravillosa de sexo, que ya hasta se había comprado lencería diminuta y muy sexi.
Sus palabras sobre la lencería me trajeron loco todo el día. Y en la tarde al pasar por ella yo quería abordar el tema, lo había estado pensando bien, y aunque era irresistible la idea de despojarla de su ropa interior, yo quería añadir emoción al encuentro.
Como me había dicho que estaba dispuesta a complacerme en todo, le propuse hacer un trío sexual. Sí, que una mujer se uniera a nosotros. Me miró sorprendida, pues la idea no la entusiasmó mucho. Se quedó meditabunda, y poco después me dijo en un tono suave si esa propuesta se basaba en que su cuerpo ya no me parecía suficiente para el placer. Le expliqué que ella era mi perdición sexual, que sus caderas eran mi paraíso, que el líquido que salía de su vagina era el mejor de los brebajes y que pellizcar sus pezones en cada encuentro era mi necesidad, pero que me gustaría experimentar nuevas sensaciones.
Me respondió: "Lo he pensado bien... y no estoy dispuesta a compartirte. Te amo, pero no creo que estar con otra mujer en un trío sea benéfico para nuestra relación".
Convencida de que el encuentro sería perjudicial, me dijo que mejor optara por otra alternativa. Tajantemente aseguró que no estaba dispuesta a compartir mis erecciones con otra fémina, pero que sí lo haría con juguetes sexuales, fue como me propuso comprar una muñeca sexual para celebrar nuestro aniversario. Aunque no quedé contento, la idea me pareció nada despreciable.
Yo compré la muñeca, escogí minuciosamente una que tenía cabellera rubia, boca roja abierta, vagina y ano bien delineados. Era la mujer de medidas y posturas perfectas, incluso hasta tenía los pelos del pubis de manera exquisita.
Llegó el día del encuentro sexual y éste superó mis expectativas. Penetré todos los orificios de Dolly (así nombré a la muñeca) y obligué a Miranda a que lamiera su vagina plastificada y pellizcara sus pezones rosados de plástico mientras yo a ella la penetraba por detrás. Fue tan intenso el encuentro sexual que me quedaron ganas de repetirlo. Cada vez que veía a mi novia, en la cajuela de mi carro viajaba Dolly lista para la acción.
Ahora Miranda ya no quiere hacerlo conmigo y con mi amante. No quiere que la penetre después de que se la meto a Dolly. Argumenta que me dará una infección en el miembro, pues no hay higiene que quite todos los residuos de semen en el plástico.
Miranda ya no quiere seguir con la aventura que ella sugirió. Me dice con recelo que a mí me importa más acariciar las frías tetas de Dolly (quien por cierto ya duerme en mi cama), que penetrarla a ella ahora que casualmente tengo menos tiempo de tener encuentros sexuales.

¡Me cambió por una muñeca sexual!

Estoy destrozada. Mi novio, al que consideré el amor de mi vida, me ha cambiado por una muñeca inflable. Me considero una chica atractiva, muchos de mis amigos me han dicho que mi cuerpo despierta pasiones, que mis pechos son para muchos el lugar donde alguno que otro Dios podría habitar, pero parece que mi chico eso ya no lo valora.
Para festejar mi tercer aniversario decidí hacer algo nuevo con mi novio, Eduardo. Él me propuso un trío sexual y yo me rehusé, pero sugerí integrar a nuestro encuentro sexual una muñeca de plástico de esas que están para servir en el encuentro sexual.
Él aceptó encantado, el chiste era hacer algo novedoso para conmemorar nuestra fecha.
Él se ofreció a comprar a la susodicha. El día que lo hizo no dudó en llamarme cuando salió de la tienda para darme detalle de mi compañera plástica de sexo.
Llegó el día, lo hicimos en su departamento. Yo me di tiempo para arreglar el lugar, prendí velas y enfrié una botella de vino. Está de más que te diga que estrené la lencería que compré para ese encuentro tan especial.
Todo comenzó abruptamente. Eduardo, desesperado, comenzó a alistar la muñeca, interrumpió mi apasionado beso sólo para decirme que teníamos la obligación de darle un nombre antes de nuestro encuentro sexual, argumentó que era de mala suerte fornicar con una desconocida, así fue como le puso el nombre de Dolly.
Ese encuentro fue terrible. Él se enfocó en la mujer de plástico, la acariciaba, la besaba y hasta la penetraba. Yo me sentí desplazada y humillada cuando él me dijo: "Dolly me acaba de susurrar al oído que quiere que le pellizques los pezones".
Me quedé fría, aún más que la propia inanimada Dolly. Me confortaba la idea de que sólo por esa noche experimentaría algo así, me consoló la certeza de que pronto se acabaría la celebración de nuestro tercer aniversario.
Mas las cosas fueron de mal en peor, Eduardo se ha convertido en una adicto a su muñeca, la carga para todos lados como si fuera su portafolios de presentación. Temo que ya hasta le haya puesto apellido.
Desde entonces cada encuentro sexual que tenemos él desea que participe Dolly. Le he dicho de mil maneras que no me siento cómoda, pero él me dice que fue mi idea y que sin ella no puede lograr una erección duradera.
Creo que mi novio ha empezado a notar mi desagrado por la mujer plastificada, al grado de que se inventa exceso de trabajo para no tener encuentros nocturnos, y cuando llegamos a tenerlos no rinde como hombre, sospecho que la tal Dolly se me adelantó y ya obtuvo mi dotación de semen.
No sé qué hacer, estoy desesperada, pues está obsesionado con la muñeca sexual. Pero creo que debo aguantar y tratar de ayudarlo a superar esta adicción al látex, pues a fin de cuentas fue mi idea hacer un trío con una muñeca.

miércoles, 11 de marzo de 2009

En la azotea…

Muchos consideran que soy una mujer incansable y que me sobra energía, pues tallo sin parar varias horas al día.
No tengo una buena posición económica y me dedico a lavar ajeno. Desde que amanece estoy dándole duro en los lavaderos, mi especialidad es quitar lo percudido de los puños y cuellos de las camisas.
Tengo ya varios años dedicándome a lavar ajeno para sobrevivir, muchas de mis clientas me siguen dando trabajo gracias a que soy muy bien hecha y saco hasta la mancha de mole o guacamole por muy pegada que esté.
Como todos los lunes, me presenté con la señora de la colonia Azcapotzalco, y a las ocho de la mañana recibí las tres docenas de camisas para lavar. La señora me advirtió que el señor estaba muy interesado en que quedaran limpiecitas, por lo que no me extrañara si él subía a la azotea del edificio a revisar mi faena.
Me metí en el lavadero y me olvidé de todo. Tallé y tallé hasta que empecé a sentirme incómoda, pues sentía que alguien me estaba observando; finalmente volteé y a mis espaldas vi a un hombre que me veía detenidamente.
Aunque lo vi rápidamente, noté que estaba excitado al ver moverme de adelante hacia atrás mientras tallaba las delicadas prendas. Su pene ya se hacía presente entre los pantalones, se notaba un pedazo de carne de tamaño regular, aunque sí muy grueso.
Comencé a sentirme excitada, el agua del lavadero comenzó a derramarse, y entonces sentí que él me tomó por la espalda rápidamente mientras me sobaba la cola por atrás.
Me respiraba muy excitado en la oreja, yo podía sentir su chile entre mis nalgas tratando de romper la tela de mi falda y hasta la de mis calzones. Sin pensarlo mucho y puesto que no puse resistencia, él se mojó la mano en la pileta e inmediatamente me la metió en la blusa para mojarme las chichis.
Mis pezones estaban tan erectos que por un momento pensé que él podría partirlos cual rocas duras. Me masajeó las tetas con sus manos mojadas y un hilito de agua fría llegó hasta mis vellos púbicos.
Me dejé llevar por el momento, pues desde que mi marido me dejó por otra no había tenido a ningún hombre entre mis piernas.
Viví la calentura del momento. Estaba tan excitada que el arco de algodón de mi pantaleta estaba que chorreaba, por lo que no me acordé de que estaba en la azotea, que alguien podría vernos, que él era un hombre con pareja, que me estaba fornicando y que yo no estaba tallando lo negro del sudor que se queda en los cuellos de sus camisas.
Estaba tan húmeda que a su pene no le costó trabajo penetrarme. Este hombre, que hasta hace poco era sólo el dueño de las camisas que yo lavaba, ahora me había inclinado sobre el lavadero para dejarme sentir toda su manguera.
Me subió la falda, me bajó los calzones y me la dejó ir por detrás. Tomó mis nalgas entre sus manos y las abrió para dar paso a su miembro, él cual estaba repleto de venas saltadas cuando lo pude observar de reojo.
Me embistió tan duro que mi pubis se estrellaba en el lavadero. Yo estaba tan caliente que aproveché para dejar expuesto mi clítoris para que éste sintiera lo frío del mármol en cada vaivén de mis caderas.
Me vine. Un suspiro grande relajó mi cuerpo mientras sentía esa muerte chiquita que desde hace mucho tiempo mi cuerpo no experimentaba. Mi picador también hizo lo suyo sobre mis nalgas y me embarró su leche por todas ellas al momento en que me decía que recibiría un pago extra por haber dejado sus camisas mejor que nuevas.
Acabé de lavar las tres docenas de prendas no sin dejar de pensar en que me acababan de fornicar y yo no había puesto ninguna resistencia. Muy al contrario, había dejado claro que las veces siguientes que prestara mis servicios también estaba dispuesta a seguir abriendo mis piernas para dar paso a ese venoso chile.
La señora me pagó exacto lo de la lavandería. Tomé mi bolsa y cuando salí del edificio me percaté de que él estaba en su carro y que tenía la mano extendida para darme algo. Me acerqué, él me sonrió y me dio un sobre. No me atreví a abrirlo en su presencia, pero me fue de mucha utilidad, pues hasta me alcanzó para comprarme calzones bonitos para mi próximo encuentro.
Hasta hace poco todo era enjabonar, tallar, enjuagar, exprimir y colgar al sol. Ahora mi trabajo de los lunes me deja una mayor satisfacción, pues entre tallada y tallada siempre espero que venga el hombre de la manguera gruesa a darme mi docena de embestidas de placer.
Brenda

Gavilán o paloma?

Me encantan los bailes, la música norteña es de mis preferidas y no desaprovecho ningún bailongo para mover el esqueleto juntito a una buena reinita.
Me encantan las viejas chichonas y chaparritas, debo confesarte que son mis preferidas para bailar, pues mientras estamos en el zangoloteo veo desde mi ángulo cómo sus tetas se mueven a mi ritmo.
Disfruto apreciar cada vez que me le arrimo a mi compañera de baile y cómo sus chichis se aplastan y hasta parece que se van a salir del brasier. No pierdo detalle de los movimientos del chicharrón, pues con un meneo brusco tal vez pueda apreciar una parte o todo del tostón, ver el pezón de mis compañeras de baile sin lugar a dudas me la pone dura.
Me encantan las tetotas, al verlas me imagino que mi pene está entre ellas, que lo cálido de su temperatura cubre a mi patas de bola para hacerme una rusa y provocarme una chorreada de placer.
Botas, sombrero y pantalón de norteño es lo que acostumbro vestir cuando asisto a un baile, soy bueno moviendo el esqueleto, por lo que no hay nalguita que se me resista a unos buenos arrimones de camarón.
Una noche en un baile masivo en Tláhuac me llevé una sorpresa, pues una lugareña me invitó a bailar y yo sin pensarlo mucho acepté. La chava era flaquita, menudita, vestía una faldita de mezclilla y una blusita escotada en la cual inmediatamente se notaba que no había chichis.
Comenzó la canción y yo la arrejunté hacia mi pecho y ella acomodó sus piernas entre una de las mías. Empezó el movimiento y entonces me di cuenta de que no traía calzones, que sus pelos estaban rozando mi pantalón y que hasta me estaban mojando la tela de la mezclilla.
Me movió tanto la cuna que me despertó al chamaco. La flaca me tomó de la cintura y me metió la mano por detrás hasta que tocó con su dedo mi ano. Yo la pegué más hacia mí para que sintiera el tamaño de mi chile.
Nos miramos y, sin importarme que estábamos rodeados de gente, le metí la mano por debajo de la falda. Y me quedé con los ojos de plato al darme cuenta de que ella no tenía vagina, sino que traía palanca al piso.
Lo que rozaba con mi pantalón no eran sus pelos, sino su chile. Ya no pude separarme de ese jotín, como pude seguí bailando, pues él ya tenía su dedo dentro de mi ano, lo estimulaba de tal forma que no pude contenerme y experimenté una venida como nunca antes, sentí que litros y litros de mi leche inundaron mis calzones.
Arturo

los maniquíes...

Me encuentro ansioso ante lo que creo es un grave problema sexual. Te cuento: por las tardes, al salir del trabajo, siempre me dirijo a los centros comerciales, a ésos donde hay grandes aparadores y tiendas de ropa, me paro frente a ellos y los observo con gran detenimiento, pues causan en mí una extraña excitación. Ver como las prendas se ajustan a la muñeca de plástico hace que mis sentidos se alerten y me provoque una erección incontrolable. Mi excitación es mayor cuando me encuentro con maniquíes a los que les resaltan los pezones, verlos destacar me provoca casi una eyaculación. He tenido que optar por usar un portafolios o la bolsa de mi lonchera para ocultar el bulto del pantalón.
La cosa no termina ahí, pues me pongo tan caliente que ya no me importa estar rodeado de gente y comienzo a acariciarme íntimamente, al punto de que tengo que acudir rápidamente al baño para terminar la faena y conseguir mi orgasmo.
Lo grave es que mi obsesión --así la llamo yo-- va en aumento, pues hace poco tiempo se me ocurrió ir al área de almacén de las tiendas de ropa a pedir que me vendieran un maniquí. Escogí el más bonito, que tuviera los dedos completos y, por supuesto, que poseyera los senos bien formados.
Ya en mi casa metí el maniquí con cuidado. El corazón me palpitaba, pues llegué a pensar que más de uno se daría cuenta de mi gusto por las muñecas de aparador. La bañé, le puse perfume, la vestí con ropa ajustada. Ya que tuve a la muñeca frente a mí sentí que me miraba, y de entre mis piernas mi miembro se hizo presente y fue entonces que tuve el orgasmo más increíble de mi vida.
Disfruto comprarle ropa a mi muñeca, gasto parte de mi quincena en prendas escotadas y que resalten sus pezones. Mis cuates ahora son parte de mi fantasía, y no porque les haya revelado mi secreto, sino porque incluso me ayudan a escoger la ropa más sexi, ya que creen que es para mi noviecita secreta, la cual, obviamente, aún no he querido presentarles.
Por mi cabeza ha pasado la idea de aumentar el número de muñecas. El otro día observé en una tienda brasileña de ropa unos maniquíes negros, me calentó la idea de imaginar sus chichis negras, y desde entonces me invade el proyecto de comprarme un maniquí negro, me intriga saber si tiene dibujado el clítoris.
Desde entonces reparto mi tiempo en mis dos pasiones: seguir viendo aparadores repletos de maniquíes y encerrarme en mi cuarto a desvestir y a vestir a mi muñeca para masturbarme mientras imagino que me mira.

grito...

Estoy casi recién casada, por lo que no pasa noche sin que mi marido y yo nos echemos todo el Kamasutra. Él es un hombre bien dotado, tiene un pene enorme que cuando está erecto es en realidad un monstruo de placer.
Cada vez que me la mete me transformo, siento tanto placer que no puedo controlarme y comienzo a gritar como loca. Él me embate al ritmo de mis gritos, pues no lo incomoda y hasta lo excita que yo sea una gritona en la cama. De hecho, mis gritos para él son señal de más excitación, y entre más excitación estoy mucho más mojada.
Vivo en una unidad habitacional, los departamentos son prácticamente nuevos y lo delgado de las paredes no ayuda mucho a mitigar el sonido. Mis gritos son tan fuertes que traspasan el muro. Al principio nadie decía algo por prudencia y pena, pero como mi marido y yo todas las noches tenemos sexo en la madrugada, ya hemos empezado a causar molestias a los vecinos, pues mis alaridos los despiertan.
Hace poco, en la madrugada, Fabián (así se llama mi esposo) y yo estábamos dándole duro y el vecino del departamento de junto nos fue a tocar. Sentí mucha pena cuando escuché que le decía muy apenado a mi marido que por favor tratáramos de hacer menos ruido, que considerara que había gente que se levantaba en la madrugada para irse a trabajar.
Por eso los vecinos me señalan a raíz de mis gritos, se cuchichean cada vez que bajo por la escalera, incluso alguna vez alcancé a escuchar que ya se me conoce como la "gritona gemidora del 203", la que no deja dormir.
Ahora, para evitar molestias en el vecindario, evito tener sexo con Fabián, pero eso me frustra, pues estoy acostumbrada a sentir su inmenso miembro dentro de mí. No encuentro la forma de seguir disfrutando de su penetración sin tener que ser escuchada, ya que de verdad si no grito siento que no disfruto.
Mónica

martes, 10 de marzo de 2009

La fea...

A pesar de que no soy un hombre que espanta de feo, no tengo suerte con las mujeres bellas. Debo confesar que este desprecio hasta hace poco tiempo me tenía traumatizado, pues no había mujer de buenas curvas que me permitiera meterle entre su sexo mi potente miembro.
Tengo veinticuatro años y me considero un chavo común y corriente que no teme a lanzarse al ligue cuando unas buenas nalgas se le cruzan enfrente. Aunque mis amigas dicen que soy bien parecido, creo que soy presa de una maldición gitana que impide que tenga suerte con mujeres bellas, pues hasta ahora ninguna ha accedido a mis trabajos sexuales.
Después de muchos intentos por encamar a una mamacita bien formada, me di por vencido, pues no había mirada, verbo, actitud y hasta sonrisa que lograran que sus piernitas se abrieran para darle paso a mi pene.
En la fiesta de mi amigo Carlos, después de unos tragos me puse a pensar que a lo mejor la vida no tenía destinadas para mí mujeres bellas, que nunca tendría entre mis labios y manos unos buenos melones, por lo que debería darme la oportunidad y ligar a una fea.
Allí estaba Eugenia, sentada en el fondo de la sala con una caguama en la mano. Nadie se le acercaba porque la canija cuando está ebria le da por quitarse los zapatos y dejar al aire libre sus apestosas patas. Pero me envalentoné y me senté a su lado para platicar.
Al pasar los minutos me di cuenta de que la patas hediondas era bien calenturienta, que su manera libre de expresarse sobre el sexo la delataba como una mujer sin inhibiciones ni complejos sexuales.
No me aguanté y la besé. Me sorprendió al sentir inmediatamente su lengua dentro de mi boca. Ella sin dudarlo metió su mano en mi pantalón y para sorpresa de ambos ya estaba mi animalón bien firme y dispuesto para la batalla.
La invité a ir a un lugar más privado. El motel de la esquina fue el lugar idóneo para darnos placer a rienda suelta. Eugenia estaba fea de la cara, y de cuerpo no se diga, pero esa monstruita me hizo sentir un placer inimaginable.
Me la chupó, manipuló, estrujó, lamió y hasta escupió. No hubo acción que no realizara la fea que no me dejara estúpido de placer. Yo la miraba atónito: me di cuenta de que estaba equivocado y que el placer de la carne está en las mujeres que no son agraciadas físicamente, pero que son bendecidas por tener la facultad de complacer sexualmente a sus hombres.
Ahora aprovecho cualquier fiesta para abordar a una fea, no falla, siempre hay alguna abandonada en un sillón buscando desesperadamente atención. No se necesita mucho para seducirlas, sólo les doy un poco de confianza e inmediatamente puedo disfrutar de los más cachondos besos de lengua y de las mamadas más espectaculares.
Mi necesidad por penetrar a feas es cada vez más incontrolable, incluso he pensado en comprarme una camioneta con cabina trasera para acondicionarla con una cama para no perder tiempo en llegar al cuarto de hotel, pues hay muchas mujeres no agraciadas que esperan mis servicios sexuales.
Desde ese día me apodan el Cazafantasmas, pues ahora ando tras cada demonio. Me di cuenta de que las bonitas ya no me ponen dura la reata, ahora prefiero que una fea pero caliente me exprima la leche.
Soy otro. Yo no discrimino. Mi único requisito en mujeres es... que respiren.
Esteban

imaginando extraños…

No sé cómo contener la inundación de mi vagina. Todas las noches antes de dormir, aun en las de mi periodo menstrual, no puedo dejar de provocarme una excitación que humedece mis partes íntimas y que recorre mis labios vaginales hasta que se escurre a mi ano.
No sé qué me pasa, estoy desesperada porque estas ganas por excitarme cada vez más y más son incontrolables. Lo que empezó como un inocente experimento ahora se ha convertido en uno de mis más anhelados juegos nocturnos.
Una tarde, al viajar en el camión me di cuenta de que el vibrar del motor me excitaba, y si me sentaba derechita mi clítoris podía sentir los brinquitos de la máquina. Me sentí sucia y divertida. Poquito después los sobresaltos del motor no fueron suficientes para mis jugos, y vino a mi mente la posibilidad de hacer crecer mi fantasía sexual.
Miré a mi alrededor y me percaté de que había entre los pasajeros varios hombres de características generosas. Atrapé su imagen en mi mente y comencé a imaginarlos sobre mí, besando cada centímetro de mi cuerpo mientras aún sentía los sobresaltos del motor y del cambio de velocidades.
A medida que se subía algún nuevo pasajero al camión, mi imaginación volaba e inmediatamente lo hacía sobre mí haciéndome a su antojo. Me mojé, estaba que chorreaba y me bajé sobresaltada del camión, me excité tanto que temí que alguno de mis gemidos inconscientes fuera escuchado por el atiborrado camión. Desde entonces me di a la tarea de que mi faena húmeda sólo fuera de noche y en mi cama, en el lugar donde puedo darle rienda suelta a mi sexo.
Desde entonces me humedezco todas las noches apelando a caras de hombres que vi durante el día. Estoy en el metro y no dejo de hacer fotografías mentales de perfectos desconocidos para darle rienda a mi imaginación nocturna.
Mi inundación viene en litros y he tenido que dejar de usar pijamas de pantalón, pues la humedad de la tela me impide dormir plácidamente después de mi excitación. Me recuesto en mi colchón y busco en mi listado mental al más atractivo de los ejemplares que haya visto ese día para hacerme suya imaginariamente. No tengo límites, dejo que mi desconocido me tome como quiera, por el ano, por la vagina, que me muerda la espalda o hasta que me dé nalgadas, mi imaginación no detiene mi excitación e inmediatamente lubrico.
Me toco y pellizco mis pezones, recorro con mis manos mis piernas hasta que alcanzan mi clítoris, ahí puedo ser testigo de que llegó la inundación mientras gimo calladamente de placer. Puedo seguir por horas manipulando mis jugos mientras imagino que algún hombre me come entre las piernas.
Lubrico cada vez más y más, mis fluidos son tantos que hasta puedo embarrármelos o comérmelos como una especie de mayonesa. Lo raro del asunto es que por mucho que esté excitada y mojada siempre tengo que parar cuando siento que la humedad llega a mi ano, sentir que ese orificio pequeño y negro está mojado es el interruptor de apagado.
Desde que sentí aquel motor no he dejado de masturbarme, me encanta imaginarme que tengo entre mis piernas al hombre que quiero. Lo que ha empezado a asustarme es que ahora mi mente está fuera de control, pues ya no centro mi imaginación en los usuarios atractivos del sistema de transporte público, ahora también pongo mis ojos en los que no son nada agraciados.
Me preocupa que ahora mi atención se centra en los hombres viejos, sucios y de apariencia ruda. Me encanta mojarme imaginando sus sucias manos con uñas negras sobre mis nalgas. No puedo controlar mi inundación vaginal al evocar a un anciano sin dientes chupándome mi clítoris.
Graciela

Y aun así la forniqué…

Soy un hombre muy caliente. Mi desempeño en la cama es tan bueno que más de una de mis conquistas esporádicas se queda con las ganas de volver a sentir mi miembro. Aunque me considero un adicto al sexo, tengo mis reglas: si una chica no me parece limpia y bella no le hago la faena, es decir, no la dejo disfrutar de mis mieles y mis fuertes embestidas.
Soy un tipo agradable que gusta ir de fiesta en fiesta para cazar mujeres. Hace poco mis amigos —que por cierto también tienen suerte en las conquistas— mi invitaron a una desfile de modas, todos estábamos emocionados, pues en dicho evento habría docenas de mujeres bellas y solitarias, sí, solitarias, porque a las modelos pocos hombres se les acercan pensando que son inalcanzables.
La vi y sentí una atracción inmediata. Sus ojos negros delineados perfectamente por sombras de tonos grises la hacían tener un aire enigmático. Sus pezones resaltaban de la blusa que portaba, no traía sostén, y eso me calentó. Ella y todo su encanto desfilaron por la pasarela en tres ocasiones; ahora que lo pienso no recuerdo las prendas que modeló, mi mente sólo registró lo definido de sus piernas y el movimiento de sus senos.
Mi mirada era tan insistente que ella volteó a verme y notó con naturalidad que mi miembro estaba tomando dimensión. Al terminar la pasarela me dirigí a buscarla tras bambalinas, pero me sorprendí al verla con otro hombre; lo abrazaba y le metía la mano al pantalón de forma juguetona, y yo no tuve más remedio que darme la vuelta para emprender la penosa retirada.
Estaba por salir de ahí cuando sentí un apretón en el brazo. Era ella. Me sonreía mientras me explicaba que había despachado a su novio, que quería pasar la noche conmigo porque deseaba probar otras carnes. Me excitó la idea de que me prefiriera. Salimos inmediatamente del lugar y nos fuimos a su departamento.
Toda la noche le hice sentir el rigor de mi miembro. Ella no dejó de gemir y de lubricar su vagina mientras pedía que le diera más. Lo hicimos de todas formas: me la chupó y yo se la dejé ir por la vagina y hasta por el ano, acabamos exhaustos. Después de esos encuentros tuvimos varios más, ella dejó a su hombre porque no le rendía en el sexo y yo disfrutaba de lo bien que se movía.
Pocas semanas después tuvo un terrible accidente automovilístico cuando venía para mi departamento a pasar la noche. Tuvo serías heridas, se dislocó el hombro, se cortó las pantorrillas, le entablillaron los dedos y la mano izquierda, traía collarín porque se dañó las vértebras, se abrió la cabeza al estrellarse con el parabrisas y por fracturas múltiples le reconstruyeron con clavos la pierna derecha.
Sentí una gran pena al verla cubierta de yeso y moretones, y no por su dolor, sino porque su condición me evitaba tener una frenética noche de sexo. Días después de la operación fui a su casa. Me incomodé al verla sobre su cama semidesnuda, toda enyesada y molida por los golpes, pero me recosté a un lado para acariciarla tiernamente y ella, sin pensarlo, tomó mi pene entre sus manos.
Lo estimuló. Yo cerré los ojos para borrar su dolosa imagen mientras sentía cómo mi miembro se erectaba. Ella estaba muy caliente y me dijo que la penetrara, y yo, sin resistirme, lo hice. Mantuve los ojos cerrados para no ver sus cicatrices. La chica estaba tan caliente que aunque le dolía que la penetrara permitió que la embistiera.
Después de un rato, sin pensarlo, abrí los ojos. El espectáculo era grotesco, estaba encima de una mujer casi desecha o reconstruida; mas sus nalgas moradas por tanta inyección me pusieron frenético, y las vendas que cubrían sus heridas me excitaron al punto del orgasmo. Continué hasta que terminé viniéndome sobre sus curaciones. No supe si penetré a una especie de Robocop o a Frankenstein, lo único que sé es que ver sus heridas me dio tremendo placer sexual.
Enrique

soy una mala niña!

Por desgracia la vida me hizo quedarme sin padre a los doce años de edad. Lo recuerdo con mucho cariño y anhelo, pues era un hombre responsable y muy cariñoso que siempre se preocupaba por mis broncas y cosas.
Entrar a la secundaria fue un proceso difícil, estaba muy rebelde y mi madre, aunque trataba de hacer todo por cubrir el vacío de mi papá, no podía lograrlo por más esfuerzo que hacía. Recuerdo bien su mirada, su rostro, sus manos y hasta su risa. Añoraba a mi padre y lo necesitaba tanto que en las noches antes de dormir sacaba la foto que guardaba abajo de mi almohada para darle un beso de buenas noches.
Cuando tenía broncas en la escuela pensaba en cómo me hubiera aconsejado papá, veía su foto para evitar que se me olvidara su imagen. Llegué a la preparatoria y poco a poco la obsesión por tener esa foto cerca de mí fue pasando, ya no era necesario verla todas las noches, me conformé con meterla en mi cartera y saber que él estaba allí.
Llegué a la preparatoria y los muchachos empezaron a interesarme. Tuve varios novios, pero nada serio, pues no quería que otro hombre invadiera mis pensamientos. Ya en la universidad las cosas cambiaron, los muchachos me parecían más atractivos y yo estaba más interesada en ellos y en sus besos. A los veinte años tuve mi primera relación sexual, no fue tan mala como muchos opinan sobre la primera vez. A partir de ahí conocí los placeres de la carne, disfrutaba del sexo y de lo que éste le hacía sentir a mi cuerpo.
No había mal momento para echarme un rapidín. Me hice adicta al sexo, si tenía ganas de un orgasmo yo mismo me lo podía proporcionar. Todo en mi vida era normal hasta que lo conocí y volvieron a mí los recuerdos.
Me lo presentó una amiga. Era un compañero de su trabajo. La imagen de ese hombre alto, de tez blanca, labios medianos, cabello ondulado y ojos expresivos inmediatamente me estremeció, pues era igualito a mi fallecido padre.
Lo vi y casi lloro. Mi amiga y él se sacaron de onda con mi reacción, me temblaban las manos y sin pensarlo lo abracé para sentir su calor. Seguí platicando el resto de la noche con él, no quería dejarlo ni un momento, pues a su lado me sentía segura.
La primera vez que salimos en pareja fue increíble. Después de ir a cenar, cuando ya estábamos de regreso en mi casa, él comenzó a acariciarme y yo me ponía cada vez más y más caliente. Con un poco de temor toqué su miembro y noté que estaba a punto de explotar; lo acaricié mientras en mi mente estaba la imagen de mi progenitor.
Ver su cara me hacía feliz. Nuestra relación se volvió de sexo desenfrenado, pues para evitar que me dejara yo estaba dispuesta a permitirle explorar mi cuerpo a su manera. Nos veíamos varias veces a la semana, y en todos nuestros encuentros él me penetraba con tanta furia y me daba tremendas nalgadotas que me hacía sentir que era mi padre quien me castigaba por un mal comportamiento. Yo me sentía la hija de mi padre y en todos nuestros encuentros terminaba acostada acariciando su pecho. Ver dormir a ese hombre que se le parece mucho me causa paz.
Desde entonces mantengo sexo desenfrenado con él y no quiero que se vaya de mi vida, pues es asombrosamente parecido a mi amado papá.
Raquel

soy una mala niña!