jueves, 23 de abril de 2009

No mames, no mames…

Aunque apenas tengo veintitrés años de edad, considero que no tengo tan poca experiencia en el sexo. Inicié mi vida sexual recién cumplidos quince años. La fiesta que dieron mis padres fue el marco para estrenarme en estos placeres con el amigo de mi primo Efraín, quien por cierto era dos años mayor que yo.
Después del vino blanco que bebí en mi brindis, me entró la cosquillita y en el estacionamiento me di tremendos besos con él, pues me siguió hasta lo oscuro, donde estaba estacionado el carro de mi papá. Me metió la mano debajo de mi pesado vestido rosa. Su mano temblorosa y hasta sudorosa recorrió mis piernas hasta mis nalgas, me sentía muy agitada, pero aún así puse un alto, pues mis padres podrían sorprendernos en cualquier momento.
Al pasar los años tuve más experiencias que incrementaron mi potencia sexual. Fue a los dieciocho cuando permití que el novio en turno me metiera el dedo en la vagina. En cuanto me penetró su afilado índice sentí cómo mi voluntad se fue haciendo pequeña, que mi respiración se entrecortaba y que no había esfuerzo suficiente para controlar el temblor de mis piernas.
Los hombres que pasaban entre mis piernas fueron algunos, aunque no bastantes; todos se enfocaron en la penetración, en meterme los dedos y hasta su pene. Todos me la metieron y me la sacaron tantas veces como les fue necesario para eyacular, pero ninguno se preocupó por mi placer.
A mí me gustaba que me la metieran, me humedecía y era fácil que el pene resbalara hasta el tope de mis entrañas. Sí gemía de placer por pocos instantes, pero no era suficiente como para hacerme gritar sin tregua. Mas todo esto se acabó cuando conocí a Sofía.
Fue mi compañera de universidad la que me abrió, sí, literalmente, no sólo los ojos, sino las piernas para chuparme hasta que me retorcí de placer. Nunca había sentido placer igual, nunca me había pasado esa cosita extraña que aún recuerdo de esa tarde de estudio en su departamento.
Mi placer fue insoportable, me retorcía en el sillón mientras ella, arrodillada ante mí, me lamía, succionaba y hasta mordía mi clítoris. Yo gemía fuerte y gritaba: "¡No mames!". No podía resistir aquel placer extremo y fue entonces cuando me solté a reír sin control.
Mi risa nerviosa extrañó a Sofía, tanto que se apartó de mí y me miró fascinada. No tomó a mal mi risa loca, me cerró las piernas y sólo me besó los pezones mientras me veía con cara de asombro. Yo no podía dejar de reír. Mi risa nerviosa y hasta escandalosa me vino después del orgasmo explosivo que tuve con su lengua.
Desde ese instante me procuré mi placer, siempre le pedí a mis parejas sexuales, ya fueran hombres o mujeres, que estimularan mi clítoris para lograr mi orgasmo. Y cada vez, después de experimentar esos segundos inigualables de explosión, me sobrevenía la risa, una risa nerviosa e incontrolable que hace temblar mi estómago y senos, una carcajada que retumba en algunas habitaciones con eco.
Algunas de mis parejas no entendían mi reacción alegre en el coito y otras, ofendidas, prefirieron dejarme sola tendida en la cama, no comprendieron que mi felicidad, lo que me provoca la risa franca, clara, escandalosa, nerviosa y sin límites, es tener un orgasmo.

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