martes, 10 de noviembre de 2009

Son tus perjumenes mujer...

Soy un hombre al que le encantan los olores penetrantes, me excitan hasta la locura las mujeres que no se bañan y les ruge la cola a pantera sudada o a cosas peores.
Soy tan admirador de los olores fuertes que incluso me encanta comer queso añejo. No disfruto tanto su olor como su sabor, saboreo cada pedazo que entra en contacto con mis sentidos. El café, las hierbas de olor y los alimentos de olor penetrante son mi perdición.
Aunque soy pulcro en mi aseo, no me gusta que mis parejas sexuales huelan a flores o frutas, prefiero que tengan concentrados sus olores corporales. Cada vez que voy al bar, me ligo a la mujer que más fuerte olor despida, me encanta que les huelan la boca, las axilas, los pies y por supuesto las entrañas.
Me vuelvo un bruto de placer cada vez que fornico con una mujer que tiene días sin hacerse el aseo personal, me tiro a la altura de su pubis para olisquear de forma salvaje su fuerte aroma, embarro mi cara en sus pelos para que el olor a sus entrañas se me impregne en la cara y poder seguir oliéndola mientras la penetro.
Meto mi lengua entre sus labios vaginales para succionar el olor, recorro a la olorosa en cuestión con toda mi nariz para degustar el resto de los olores que produce su cuerpo. Sus pies, las nalgas, axilas y nuca son sólo algunos lugares donde puedo disfrutar de los olores más penetrantes que produce el cuerpo humano.
Mi afición por los olores fuertes es cada vez más loca, no pasa día en que desee fervientemente encontrarme a la mujer que tenga el sudor más ácido o los fluidos sexuales más añejos, sueño con ese momento para que mis sentidos estallen de felicidad.
Mi nariz se ha ido refinando, soy exquisito para distinguir los más extraños olores y me jacto de mis sentidos; no obstante, temo que mi gusto por los aromas fuertes me contagie alguna enfermedad extraña.
No hay placer sexual más grande para mí que tirarme a una hedionda, no hay goce más grande que embarrarme de sus aromas antes de venirme. Se me pone tiesa en el instante en que mi nariz olfatea sus aromas rancios y hasta putrefactos.
Hasta ahora mi adicción no me ha causado ningún problema, mi gusto son los aromas fuertes que producen en sus genitales las mujeres y no me avergüenza decirlo. Estoy loco por encontrar a la mujer con el olor más fuerte entre las piernas, me he obsesionado con ello y hasta llevo un listado de los nombres de las mujeres más olorosas; temo que un día de estos entre las líneas que conforman la lista de conquistas sexuales esté incluido el nombre de la indigente que tiene costras de mugre y que a pesar de que vive a cinco calles de mi casa puedo alcanzar a olerla.
Enrique

un domingo

Hola. Es un gran mérito que haya escrito esta carta, lo pensé mil veces antes de sentarme a escribir en la computadora del café internet de la esquina de mi casa.
Vengo de una familia muy conservadora, mi madre nos ha educado con muchas creencias religiosas y casi todos los domingos nos hace ir a misa. Cada que puede, mamá me explica sobre el templo que las mujeres tenemos de cuerpo, no pierde la oportunidad de decirme, algunas veces amorosamente, otras muy enérgica, que mi cuerpo no es mío, sólo es un instrumento de procreación que le pertenecerá únicamente a mi marido y que ni yo tengo el derecho a tocarlo.
Los senos ya se me acabaron de desarrollar y tengo vello en el pubis; yo no me atreví a explorarme, pues tenía miedo de que me cayera una maldición por la sentencia de mi madre, quien por cierto me obliga a darme baños rápidos para evitar tener tiempo de tocarme en la ducha.
Un domingo que me sentí enferma por los cambios climáticos me quedé en casa y no fui a la iglesia con ella, así tuve tiempo para remojarme en la ducha antes de volverme a meter en la cama. Fue una experiencia única.
Me desnudé frente al espejo y pude ver lo recto que se ponían mis pezones con el frío, me quedé pasmada y con mis dedos los pellizqué, sentí mucho placer y pasé más tiempo contemplando mi anatomía. Vi lo desordenado de mis pelos púbicos, los jalé y experimenté una combinación de agradable dolor-placer.
Mientras escuchaba salir el agua me revisé las nalgas y hasta el ano, me impactó que esa parte de mi cuerpo por donde sale la caca fuera más oscura de color y decidí que de ahora en adelante me limpiaría con más fuerza la cola para intentar quitarle lo percudido.
Me metí a bañar y ya dentro de la regadera decidí ir más adelante y explorarme todita. Abrí lo que ahora sé son mis labios vaginales hasta llegar a mi clítoris, lo toqué y fue cuando sentí que me recorría una electricidad muy placentera; seguí hasta que me temblaban las piernas de satisfacción y en ese momento supe lo que era un orgasmo.
Descubrí que mi cuerpo tiene secretos aún por revelarse, y yo estoy dispuesta a descubrirlos todos incluso en contra de la voluntad de la buena educación que se ha impartido en mi casa. Me he vuelto una adicta a la masturbación, acudo a cualquier baño para aprovechar el tiempo y darme placer, sé bien de qué forma puedo hacer que mis pezones se erecten, sé muy bien cuántas frotadas le tengo que hacer a mi pubis antes de sentir que me vengo.
Fue un bendito domingo a mis casi diecinueve años que descubrí el placer de dejar de ser niña, pero cada vez que experimento el grandioso goce de la estimulación no deja de remorderme, pues vienen a mi cabeza las palabras de mi madre: no te mires el cuerpo, mira que Dios te mira, mira que te está mirando, mira que el cuerpo no es tuyo, mira que el placer no es para los humanos...
Rosario