viernes, 4 de mayo de 2012

Dulce tormento...

Rudeza innecesaria...

Me llamo Ana, tengo treinta y cinco años y, la verdad, la neta, al chile, soy bien puerca en la cama. Mario, mi hombre, ha aprendido a complacerme cada vez que tenemos sexo. Antes era un tipo tierno que me trataba en la intimidad como una flor que está a punto de deshojarse, pero ahora es todo un macho dominante. No fue fácil entrenarlo, me costó trabajo hacerlo a mi manera. Uno que otro escupitajo, cachetada e insulto hicieron de él un hombre mejor. Ahora sabe perfectamente cómo encenderme la mecha. Soy extrema en la cama, me gusta rifármela para que no se digan malas cosas de mí. Eso sí, tengo fama de ser una mujer incansable en la intimidad, o como dicen por ahí, tengo mucha energía sexual. Para pronto, soy bien caliente. Desde siempre he sabido que la ternura no es lo mío, me gusta el trato rudo y duro, me mojo cuando mi hombre me somete, me la mete y me dice cosas muy fuertes al oído. Perra, bruta, fácil y vieja caliente son algunas de las pocas palabras que me prenden cuando me las susurran despacito. Pocas veces he llegado a los golpes, eso sí, no dejo pasar la ocasión cuando estoy de a perrito para que me den unas buenas nalgadas al tiempo que me gritan: "¡Niña mala, ahí te va tu castigo!". Sentir las nalgas rojas y ardientes es un placer exquisito para mi humanidad. Cuando me la están metiendo siempre le pido a mi hombre que me hable rudo y acompañe las instrucciones sexuales de un insulto fuerte para que yo me prenda más y mueva más las caderas para que su chile se ensanche y se venga de a chorros sobre mi piel. Disfruto mucho que me la meta por detrás mientras me jala los cabellos. Imagino que me va cabalgando y que me embiste en cada galope. Me pongo mojadita solo de pensar que él me jala de las greñas como si estas fueran la crin del caballo, y me da puyazos y sus testículos golpean mis nalgas. También me gusta montar a mi hombre. Siempre que me le monto pienso que soy la amazona más caliente del mundo y que voy a llegar a la meta del orgasmo al tiempo en que muevo mi cadera rítmicamente. El placer es mayúsculo si cada vez que estoy arriba él dice: “Muévete, piruja, para eso te pago”. En resumidas cuentas, me gusta que me insulten en la cama y que me traten muy rudamente. No pienso dejar de hacerlo, y solo te escribo para que... ¡te mueras de la envidia, perra!

Escuchar no lo es mismo que oir...

No sé qué hacer. A mi vecina se la dejan ir entre golpes y groserías cada tercer día y yo mojo mi calzón al imaginar cómo su marido, quien es un hombre feo con efe de foco fundido, se la mete hasta por la orejas. No estoy reportando una violación, pues los gemidos de Rosa son tan placenteros cuando su macho le está dando, que no creo que ella acuda a las autoridades a denunciar tal atropello. Mi preocupación es otra. Vivo en un edificio de muros de tablarroca, por lo que es fácil escuchar lo que ocurre en el departamento de junto en medio de la noche y en la calma total. No me preocupa que ella obtenga su placer entre mentadas de madres y catorrazos, lo que de verdad me tiene consternada es que yo al escuchar el acto sexual me excito y hasta me masturbo. Percibir los resoplidos del gordo, bigotón, cacarizo, chimuelo, calvo y hasta maloliente taxista mientras monta a su mujer me hace retorcerme de placer. Me excito tanto al escucharlos en su acalorado entre que mi dedo busca mi timbre de placer, mi clítoris, y lo manipula hasta que me vengo. No sé qué hacer, ahora he pensado incluso en dormir con tapones especiales en los oídos para mitigar el ruido. Tengo miedo de que esos menesteres nocturnos afecten mi intimidad, temo que mi excitación ahora solo provenga de hombres de mal aspecto que toman el sexo como un deporte rudo.

Arrepentimiento...

Me siento miserable, le fallé a mi madre, pues no cumplí mi voto de castidad para llegar virgen al matrimonio y cedí ante la petición de Verónica en pleno faje. Tengo años resistiéndome a la penetración, la masturbación para mí era el desahogo a todas mis frustraciones sexuales. Vengo de una familia muy conservadora y mantengo una estrecha relación con mi madre, quien es la coordinadora de las actividades sabatinas en la iglesia de la colonia. A ella le prometí mantenerme célibe hasta encontrar a la mujer con la cual me casaría. Teme que yo me contagie de quién sabe qué cosa o de que engendre sin estar casado. Yo apoyo su idea, pues creo en el matrimonio y en el sexo con amor... Bueno, eso era antes de conocer a Vero, una compañerita de la universidad. Cedí ante la tentación un sábado por la tarde mientras mi madre estaba ocupada en sus actividades. Vero me miró provocativamente y me besó sin pensarlo mucho. Me metió la lengua y esta jugueteó en mi boca. Yo le correspondí como era debido, pues sentía un gran deseo de experimentar. Inmediatamente sentí cómo mi pene crecía entre mis calzones, se puso bien duro, y ella lo sacó de entre mi cierre y lo acarició. Mi placer creció cuando ella se subió la falda y se bajó los calzones para sentarse sobre mí, y fue entonces que me dijo: "Métemela". Yo simplemente lo hice, y supe lo que era un orgasmo de verdad.