martes, 14 de septiembre de 2010

"¡Debe ser horrible tenerme y después perderme!".












Soy una mujer de treinta años a la cual se le ha hecho obsesión tirarse a hombres que tengan algún parecido con el legendario Mauricio Garcés, estrella del cine mexicano allá por la década de los sesenta y setenta.

Las películas del tamaulipeco llegaron inesperadamente a mi vida cuando mi vecina, que es treinta años mayor que yo, me invitó a ver El matrimonio es como el demonio. Quedé impactada con la delgada imagen del actor, y al ver sus expresiones en la televisión inmediatamente me humedecí.

No pude aguantarme la calentura, y con el pretexto de que tenía que hacer pipí, le pedí a Lulú que le pusiera pausa a la película para que me diera oportunidad de pasar a su baño. Ahí me masturbé, me metí el dedo y manipulé mi clítoris hasta que tuve un fuerte orgasmo pensando en mi Mauricio, e inmediatamente lo hice mío.

Al día siguiente me dirigí a una tienda de películas y compré todas en las que él participaba. Al ver la de Clic, fotógrafo de modelos, me masturbé nada más nueve veces. Las piernitas me temblaban de tanto placer al recordar al bigotón decir: "¡Las traigo muertas!", pues en realidad sí me había dejado moribunda de tanto placer.

Desde entonces masturbarme con la imagen mental del creador de la frase ¡arroooz! fue imperioso, pero no suficiente. Salí a la calle y empecé a buscar a todos los caballeros que tuvieran un parecido físico con el actor para encamarlos. No me costó mucho trabajo, pues a pesar de mi edad aún tengo las carnes en muy buen estado y no hay escote que ningún caballero se resista a manosear.

Los busqué delgados, bigotones, elegantes y hasta con canas seductoras, aunque la verdad algunas ocasiones me ganaba la lujuria y con que sólo usaran pañoleta al estilo del modisto de señoras me bastaba para tenerlos entre mis piernas penetrándome.

Evocar la imagen del Zorro Plateado ahora es la única forma que tengo para humedecerme. No hay hombre guapo y fornido que me atraiga, pues sólo quiero hacerlo con el hombre que represente la imagen del típico galán otoñal, y me tortura no poder dejar de pensar en él y a la vez dejarlo de evocar. Ahora sí que se me hizo verdad su conocida frase: "¡Debe ser horrible tenerme y después perderme!".


lunes, 6 de septiembre de 2010




No puedo quitarme de la mente y mucho menos del olfato el olor a menstruación, el recordar esa fragancia hace que se me ponga dura la reata.

Soy taxista de profesión. Todas las mañanas, después de desayunar, salgo a darle al volante para ganarme la vida. El pasaje es tan versátil como el clima diario, no hay indicio en la vestimenta que me indique que el siguiente a abordarme será alguien con deseos de hablar o simplemente un cliente que me pida de malas maneras que lo lleve a San Ángel.

Para mí todo era meter cluth, velocidad, acelerar, frenar y orientarme en las calles hasta el día en que abordó mi unidad una mujer de más de cuarenta años. Se veía preocupada y sin más vueltas me pidió que no volteara porque tenía que hacer una maniobra íntima. Sí, se iba a cambiar la toalla sanitaria.

Al principio me pareció que era una faena muy atrevida, pero la justifiqué al recordar los desajustes hormonales que sufre de vez en cuando mi esposa en sus periodos, cuando a veces sólo mancha la toalla femenina y otras, la empapa sin control.

Yo mantuve la vista en el camino, no quería ni ver el espejo retrovisor para no incomodarla, hasta que llegó aquel peculiar olor a sangre menstrual que hizo que se me erectara el miembro. La sensación era indescriptible, el olor a rancio y sangre me provocó una excitación sin comparación.

Traté de concentrarme y bajé la ventanilla para ventilar mi unidad y así poder apaciguar el bulto que ya se marcaba en mi pantalón y que ya empezaba a escupir líquido lubricante. Pronto llevé a mi pasaje a su destino y después me dirigí a casa para saciar mis ansias con mi esposa. Ese olor no se me quitaba de la mente, y aunque le chupé el clítoris y labios vaginales con furia, no logré encontrar ese aroma que me la había puesto de piedra.

Mi mujer ahora se siente un poco incómoda, pues desde entonces no dejo pasar ninguno de sus periodos menstruales para experimentar en mi pene de piedra. Me pone como loco olfatearla antes de metérsela y ver cómo con cada embestida mi miembro queda empapado del peculiar líquido mensual rojo.