martes, 31 de marzo de 2009

De limón la nieve!

Tengo treinta y dos años y trabajo de secretaria en una empresa del centro de la ciudad de México. Todas las tardes después de comer tengo tiempo para sentarme un momento en las banquitas de la Alameda Central a disfrutar de algún postre o un dulce.
Tengo tiempo disfrutando mi hora de comida y por suerte el destino siempre me reserva la misma banca para sentarme en mi lugar preferido.
Una tarde se sentía un calor abrasador; el ruido de la caída del agua de la fuente reconfortaba mi pensamiento y me refrescaba. Me senté a disfrutar de una nieve de limón y sólo podía pensar en lo refrescada que se sentiría mi garganta al sentir pasar dentro de ella esa fría sustancia azucarada de color verde.
Tomé la cucharita de madera entre mis dedos y justo cuando mi lengua salió un poco por mi boca me percaté de su presencia. Se seguía escuchando el agua de la fuente, y ese ruido del agua que escurría se hizo de pronto el único sonido que mis oídos podían escuchar.
Me quedé quietecita, no podía moverme y fue cuando empecé a sentir que me humedecía. Frente a mí, en la fuente, entre el agua no cristalina, estaba ese hombre semidesnudo con mugre por todas partes. Sus manos empezaron a tallar su cuerpo, podía ver cómo sus uñas negras recorrían su piel oscurecida por la suciedad. Me quedé mirando con la respiración exaltada por tal escena.
No pude apartar mi vista; el agua recorría y limpiaba toda su anatomía, el líquido resbalaba por toda su piel como si tuviera una ruta definida. El vagabundo de barbas pegadas siguió bañándose en la fuente, el agua seguía recorriendo y limpiando su cuerpo huesudo; mientras, yo estaba muy excitada y mojada sin haber puesto un pie dentro de aquella bañera improvisada.
El indigente se bañaba despreocupado ante las miradas curiosas de los transeúntes, aunque a prisa para evitar ser sacado a fuerza por la policía. Yo seguía ahí, sin refrescarme con mi nieve que ya se había convertido en agua de limón, seguía ahí sin dejar que el frío líquido recorriera mi lengua, garganta, pecho, mi estómago, intestinos y hasta mi ano, tal vez así podría haber apagado un poco la calentura que me quemaba las entrañas.
Ese hombre que vivía en la calle estaba disfrutando de su baño, su mueca de satisfacción delataba que gozaba la humedad del agua en su piel. Se talló la cabeza, la cara, el cuello, los hombros, las axilas, el vello, los brazos, el pecho, las costillas huesudas y se detuvo justo antes de estrujarse el miembro, antes de meter la mano a su calzón mojado que dejaba ver su pene.
Yo estaba a punto de gemir, mis pezones estaban erectos y comencé a inquietarme. Deseaba bañarlo, anhelaba purificar ese cuerpo, quería que el agua se metiera hasta en su más íntimo recoveco, ansiaba que él estuviera tan mojado como lo estaba mi sexo y crucé la pierna.
Él se talló el pene, manipuló su miembro dentro del calzón con mucha destreza, y ese pedazo de carne se movía de un lado para otro a voluntad de su amo. El agua seguía inquieta, tanto que permitió que se marcara sobre el calzón el vello púbico que guarecía su miembro viril.
El vagabundo terminó de bañarse, salió de la fuente, se puso el pantalón con los calzones mojados y se alejó caminando con cara de felicidad. Yo seguía mojada, estaba inundada, bañada en lubricante vaginal.
Mi excitación fue tal que me tomé la nieve derretida de golpe, y me levanté asustada de que se me notara la humedad. Llegué a los baños de las oficinas y me masturbé frenéticamente sentada en el escusado. Me apena decir que hasta metí la mano en el retrete para igualar el agua de la fuente y mojé mi clítoris.

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