martes, 17 de abril de 2012

Buena por donde te fijes...

Me llamo Eduviges y no es por presumir, pero sí estoy buena por donde te fijes.
Tengo treinta y cuatro años y me acabo de divorciar, he regresado al mundo de la libertad y la fiesta. Después de siete años de casada ahora sé lo que significa echarse un palito sin remordimiento, es decir, por fin me puedo tirar a quien se me antoje sin miedo a que Carlos, ahora mi exmarido, se entere.
El proceso de separación fue doloroso, pues no tuve otro hombre entre mis piernas más que a mi marido el día que me estrenó. Me divorcié no por estar cansada de los celos enfermizos de Carlos, sino porque todo el mundo se enteró de que él ya tenía dos hijos con una compañera del trabajo, y yo así no juego.
Con él todo en la cama era rutinario, yo tenía que dormir con camisón y sin calzones para que él, si le apetecía, me hiciera suya. Le gustaba penetrarme rápidamente sin importarle que no estuviera lubricada; me la metía, me embestía dos o tres veces, se venía y se dormía.
Cuando él terminaba yo me levantaba deprisa a orinar para sacarme los mocos que había depositado en mí, lo tenía que hacer rápido para evitar que su semen escurriera entre mis piernas y embarrara mi piyama. Era una lata buscar un camisón limpio en medio de la oscuridad.
Al regresar del baño yo tenía que meterme a la fuerza entre sus brazos para acurrucarme, era complicado, pues él se dormía rápido y no era otra cosa más que un bulto de carne que roncaba. Creo que me amaba a su forma.
Siempre me lo hizo de la misma forma, no conocía otra posición sexual más que la del misionero, y cada vez que le insinuaba que yo no disfrutaba y que quería probar nuevas formas, me miraba feo y me decía que ni las pirujas gozan porque se las metan, pues lo ven con un trabajo. Yo me quedaba conforme.
La ruptura con Carlos fue dura, pero mis amigas no me dejaron sola, ellas fueron las que me sacaron de la depresión al invitarme a salir. Fuimos a bailar, yo tenía mucho tiempo sin sacudir la polilla, y ahí, en medio de la pista, conocí a Alberto, un hombre que me hizo temblar cuando puso su mano en mi cintura.
Me dejé llevar y esa noche me fui al departamento de mi nuevo amigo. Bebimos, nos besamos y una cosa llevó a la otra. Él me tocaba por todas partes, me metió la mano en el calzón y apachurró algo entre mis piernas. Temblé de placer, mi entraña se llenó de calor. Tiempo después supe que eso era mi clítoris.
Alberto me preguntó si era buena chupando, yo le dije que ya estaba muy tomada, que no me diera más, pero él se rió y me dijo: qué chistosa. Acto seguido se bajó el cierre, se sacó el miembro y me lo puso en la cara. Nunca lo había visto tan de cerca, creo que hasta bizcos hice.
Me lo acercó a la boca y me dijo chupa. Yo me quedé estupefacta y sin pensarlo mucho lo hice. Me tomó del cabello y empujaba su falo al fondo de mi boca, sentía que me ahogaba, pero aguanté sin meter los dientes porque él gemía de placer como toro embravecido.
Terminó en mi boca y por primera vez probé el sabor de aquel líquido tibio. Lo estaba saboreando cuando me besó bruscamente y me poseyó como nunca mi ex lo hizo. Lo hicimos en todas posiciones y hasta después de descansar un rato él lamió entre mis piernas.
No hay imagen que supla en mi cabeza la de la mamada, en todo momento pienso en chupar otro miembro para repetir el sabor salado y agrio en mi boca. Quiero seguir el consejo de una marca de papas fritas: ¡a qué no puedes comer solo una!

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